20.9.14

Nuclear.

Cierra la puerta.

Se descalza como puede, y está a punto de perder el equilibrio. Arroja el viejo par de botas de cuero negro a la otra punta de la habitación, y pequeños fragmentos de barro seco pegados en la suela se desprenden del zapato y ruedan por el parquet. Su pelo está exageradamente enmarañado y trata de peinárselo con los dedos mientras se acerca a la ventana para cerrar las cortinas. Se quita el resto de la ropa y la deja en la cama, sobre de un montón de prendas sucias que ha pasado a ser preocupantemente grande.

Camina hasta el armario y se enfunda en una vieja camiseta de color gris con el logo de un grupo de música de esos que nadie conoce, de los que tocan en garajes aunque en el público haya menos gente que encima del escenario, de los que se dejan los pulmones sin esperar nada a cambio. Le queda grande, demasiado. Se la regaló alguien al que prefiere no recordar. Se la dio con un CD sin título, lleno de canciones que solo ellos dos entendían y que había escuchado tantas veces que creía haber gastado hasta el último acorde.

Se tira en la cama y estira los brazos para intentar desembotar el cuerpo. El cuello le chasca un par de veces, y bosteza. Está agotada, pero es un cansancio de los que no se quita durmiendo. Apoya la cabeza en el brazo y trata de que la pupila se la acostumbre a la poca luz que hay en la habitación. Mira a la mesita de noche, y aunque solo puede captar las siluetas, es perfectamente capaz de distinguir su despertador, el cenicero (que probablemente debería vaciar ya), una taza de café vacía, un libro que empezó hace tiempo y que tal vez no vaya a terminar nunca, y por último un bobble-head doll de Mick Jagger, terriblemente hortera, pero del que le da pena deshacerse.

Se revuelve, y se mueve hacia el otro lado del colchón.

Lo único que la aterraba más que la incertidumbre era esa certeza que no sabes de donde viene, pero que ya te ha convencido de que las cosas no van a cambiar. Todo se difumina, sí. Se vuelve borroso, se distorsiona. Pero comprendía que era tremendamente difícil dejar de ver algo que ya te sabes de memoria, que te ha calado hasta lo más hondo. No es fácil desprenderte de cosas que han pasado a ser parte de ti, y de las que no puedes deshacerte porque entonces ya no serías tú. 

Miraba las cosas, las pensaba hasta que dejaban de tener sentido, se las repetía una y otra vez intentando dejar de entenderlas. Odiaba a la gente que siempre está esperando, o días más brillantes o días más oscuros, incapaces de vivir ahora, aunque es lo único que tienen. Era una causa perdida sin motivos para encontrarse.

Era radiactiva, corrosiva, atómica. Como Hiroshima y Nagasaki. Como montarte en un avión camikaze creyendo que vas a disfrutar de las vistas. Volvía a sitios de los que no nunca se había ido, estaba sin llegar y se rompía.

Pero se quedaba.